Exposición
Un invierno en India
Esteban Prendes y Ramón Prendes
En colaboración con el Museo Barjola
Del 3 al 29 de Octubre 2014
Sala 2
Entrada libre y gratuita

Nadie que haya visitado por un tiempo una ciudad que encierra mil nombres en su suelo y milenios en sus huesos, habitándola en pie de igualdad con sus moradores más afortunados, los que duermen bajo un techo, no entre ruinas o estiércol; nadie que se haya sumergido en el mayor océano de seres humanos del planeta y compartido una urbe efímera e infinita de viviendas de tela con decenas de millones de personas, hombres santos, peregrinos venidos de todo un continente; nadie que se haya sentado en las escalinatas de una de las ciudades más espirituales y más carnales, más puras y más impuras del planeta para contemplar, con el té del desayuno en la mano, la humareda de los cadáveres alzándose sobre el vacío que se abre al otro lado de un río sagrado; nadie que haya intentado pactar la buena vecindad y seguir pintando en una terraza compartida con un incesante desfile de humanos y monos; nadie que haya podido llamar a esas experiencias “vida” al menos durante un tiempo y comprender que para millones de otros seres esa es la vida de todos los días, que nada hay de exótico en ella; nadie que haya pasado por todo ello puede seguir siendo lo que era antes de haber atravesado y haber sido atravesado por esas experiencias.

Quizás el turista pueda volver de lugares como Benarés o Allahabad más o menos indemne, cargado como mucho con unas cuantas anécdotas pintorescas y unos cientos de megas de imágenes aproximadamente idénticas a todas las que han fotografiado todos los demás turistas; el viajero, no. Y menos el viajero que, porque de verdad estuvo en esos sitios, necesita cada tanto volver a ellos para sentirse, siquiera unos meses, parte del cuerpo de esos lugares sagrados y profanos en los que la abundancia de la vida incluye también, sin enmascaramientos, la muerte y la miseria. No debe de ser fácil resignarse a la nostalgia de una vida vivida con la máxima sencillez, con asombro pero sin extrañeza, en las terrazas, las callejuelas y los ghats que descienden hasta el Ganges en Benarés, Kashi a la que llamaban la Espléndida por ser la ciudad del Sol, la que esplendía, y que ahora lo sigue siendo por dadivosa, por repleta de gentes, de minúsculas historias, de sensaciones.

Pero también es cierto que esa transformación interior del viajero puede pasar desapercibida; que uno puede no tener ni la voluntad ni los recursos para traducir de algún modo ese cambio en un testimonio perceptible para los demás. Por fortuna para nosotros, Ramón y Esteban Prendes no pertenecen a este último grupo: son pintores, padecen la compulsión de la pintura y disponen del lenguaje quizá más adecuado para dejar constancia del modo en que India les ha tocado y trastocado. Hace ya tres años largos que nos mostraron la primera entrega de esta suerte de doble diario plástico de sus jornadas varanasi. Y si entonces entendimos que no había que mirar aquella obra con los ojos con los que convencionalmente miramos hoy una pintura, la que ahora nos ofrecen refuerza aún más esa disposición a buscar un canal distinto de acceso del que solemos utilizar para aproximarnos a la pintura.

Esto no lo es; o no lo es, al menos, en el sentido de cada vez más autorreferencial y exento con que tendemos a concebirla. Tampoco es representativa en el sentido clásico. Cada uno de estos papeles se impone más bien como una transcripción visceral, sincera y sin apenas más mediación que la del propio cuerpo, de aquello que Ramón y Esteban iban recolectando, hora tras hora, en cada salida, en cada paseo, en cada pequeño gran acontecimiento a la vuelta de cada esquina. Los pequeños y vivaces ojos del dios Hanuman entrevistos en cualquier rincón o el rostro del dios Surya pintado en algún muro; la conversación con un niño de las calles; la visión de un mosaico de sarees secándose al sol o de un enjambre de barcas como insectos navegando por el Ganges; los anzuelos y sinuosidades del sánscrito, que se han enganchado en los ojos; las calles atestadas, el abigarramiento del paisaje ribereño o cualquier escena cotidiana vivida en la terraza, casi nunca a solas: todo eso ha sido acarreado hasta el papel, consignado en él (o a veces incorporado directamente a él) con materiales pobres pero vibrantes, con urgencia, con una conmovedora inmediatez que ha renunciado a todo truco conceptual o técnico para dejar constancia de una conmoción con la misma fidelidad y ausencia de intenciones que un sismógrafo. Ni siquiera es un testimonio subjetivo o una expresión en el sentido en que solemos entenderlo: es más bien una ofrenda, un acto de gratitud mediante el cual se acepta con humildad lo que la ciudad ofrece y se le responde, ofrendándole a cambio una pintura.

En el caso de Ramón, esos exvotos pintados llevan inevitablemente a pensar en la obra que casi siempre le hemos conocido –esos paisajes despoblados, melancólicos, minuciosamente planificados y ejecutados que sugieren tantos mundos pero no pertenecen en realidad más que a él mismo-, y el modo en que esta pintura torrencial y sobreabundante se les opone, como si aquellos vacíos hubiesen estado esperando estas plenitudes.

En los trabajos de Esteban, sus formatos más extensos y cargados de capas de pintura llaman la atención por el modo en el que, cada vez más, la figura, la anécdota y el relato, sin desaparecer del todo, van siendo absorbidos o sepultados por la densidad de la pintura misma, que circula por el territorio del soporte, cubre, se derrama, se deja ensuciar y parece un flujo vivo que impide percibir con claridad los perfiles o los detalles; exactamente igual que debe de suceder en el magma de sensaciones y acontecimientos de las calles de Benarés del que proceden sus pinturas. Quizá sea la mejor manera de pintar todo eso, al fin y al cabo.

De ahí que no miramos esta obra como un resultado, sino como un umbral, un estadio en un vasto proceso de experiencia en el que el acto de pintar y su resultado no son más que una fase más de ese continuo, caudaloso y aluvial como el Ganges mismo. Cosa rara en este tiempo, la contemplamos como un testimonio de autenticidad

totalmente fiable, exento de trampantojos ni subterfugios, y tendemos a descifrar por eso en cada una de ellas las vivencias concretas que pudieron dar lugar a lo que estamos viendo. Es un singular acto de confianza mutua, de franqueza entre iguales y de fe en los medios (y en los médiums) ciertamente insólita hoy en el interior de un museo o una galería de arte. Ese gratificante y casi insólita experiencia, y la facilidad con la que, aunque sea de modo vicario, estas puertas nos abren una ruta a Benarés o a Allahabad, hace que leer estos fragmentos del diario hindú de Ramón y Esteban o hundirse en ellos como en un fragmento de sus recuerdos compartidos de India, sea ya un placer que justifica el viaje de vuelta. Para ellos y para nosotros.

Juan Carlos Gea Martín